Pere de Ribot o la pintura como arqueología  (1991)

 

Desde su misma entraña sutil no puede por menos de inquietar y sorprender la pintura de Pere de Ribot. Se trata de un silencioso espectáculo en el que el eco resulta tan distante que acaba por perderse. Un reposo infinito atenaza al espacio que se insinúa tanto como a los objetos que en él se intuyen. Aquél y éstos, además, han alcanzado ya el dominio de lo sagrado, gracias al implacable designio de la historia. Es el cumplimiento de lo que M. Yourcenar indica en uno de sus ensayos: El tiempo, gran escultor. La fulguración y la novedad del ayer se ha ido desgastando, pero como si a un singular milagro asistiéramos no se ha perdido nada, ya que, por el contrario, desde un fondo abismal, surge el ornato y el movimiento.
¿Qué es, pues, lo que se persigue? Hay en este pintor una poética del resto y del vestigio, no como decrepitud y ruina, sino como enigma para insistir una vez más en la incontestable infinitud que perdura en el cambio. Su propuesta tiene, en efecto, un singular sentido arqueológico, en su más rigurosa acepción estructuralista.
Es el grito que reclama los derechos de unos testigos ocultos, que hoy vuelven a despertar interrogándonos con toda su fuerza. Pere de Ribot, desde lo inscrito en sus lienzos, nos desplaza hacia insólitos prismas visuales de un pasado brumoso. Pero lejos de suponer la destrucción de la consciencia universal, es ella misma la que vuelve a tomar sentido mediante una “hipertrofia de la mirada”. Así puede emerger, para nuestro asombro, no una maquinal actividad técnica, ni una alterada dimensión social, si no un horizonte en el que nace un juicio por el que se suspende “la separación del tiempo en la eternidad y la eternidad en el tiempo”1. Quizás, por ello, puede entenderse que se está produciendo una radical inversión en el juego de tensiones entre el artista-poeta y la obra. Es como si no pudiéramos seguir sosteniendo la idea de que la solución al enigma de la creación reside en una intención veritativa que se origina en la intimidad misma del sujeto, ya que, al contrario.
“¿Quién es, propiamente, el que ahora nos insta con sus preguntas? ¿Qué parte de nosotros es la que nos empuja hacia la verdad? ¿Quién de nosotros es, en este caso, Edipo, y quién es la esfinge?”2.
Desde el momento que se nos permite asistir al alumbramiento de esta nueva i ancestral palabra vislumbramos un proyecto ontológico en el que los paradigmas clásicos quedan desfondados. Se trata de escapar del espacio representativo, aunque ahora, lo fundamente original esta en el hecho de que no hay una simple huida, sino una incisión gracias a lo cual todos los objetos trastocan su significado, revistiéndose en la noche, con una enigmática presencia.
Es, en definitiva, la consecución del imperativo foucautiano para el que “actualmente solo puede pensarse en el vacío del hombre desaparecido”, desplegando un inexplotable horizonte “en el que, por fin, es posible pensar de nuevo”3. Por ello, justamente, Pere de Ribot siente la necesidad de proseguir un largo camino que reconquiste los sedimentos arcaicos y primigenios que nutren a la cultura y al mismo ser: Una apuesta, sin duda, por un mundo en el que lo antropológico parece insistir en borrarse como “un rostro de arena en los límites del mar”.4

 

José Luis Arce Carrascoso

Catedrático de Filosofía
Universidad de Barcelona

1 Vitiello, V. La palabra hendida, pág. 17.
2 Nietzsch, F. Más allá del bien y del mal, I.1.
3 Foucaut, M. Las palabras y las cosas, págs. 332-333
4 O. c., pág.375.