Inquietudes (2004)
"Nuestra vida no es un sueño, pero debe convertirse en Él." Novalis
Inquietudes, esta nueva serie de pinturas de Pere de Ribot, significa el inicio de una nueva etapa, de importantes contrastes con la anterior. Para poder percibir esta transformación se exponen también tres de los paisajes que han caracterizado su obra, hasta ahora, una obra en la que ha vivido sumergido durante cuatro años.
Los paisajes de la etapa que Pere de Ribot da por terminada se corresponden con una época de plenitud muy vinculada al Empordà. Aun así, no se trata de una representación del paisaje ampurdanés, pero sí es una resonancia de la contemplación de un paisaje muy próximo al artista, que se manifiesta como un paisaje interior y como un refugio espiritual frente al mundo. Son espacios amplios y luminosos, que revelan en sí mismos una de las aspiraciones más antiguas del hombre, la creación de un mundo de armonía, que sólo el arte y la poesia pueden crear. En estos paisajes, los distintos colores del cielo, de las montañas y de los campos se pueden percibir como cambios de estación o como distintos sentimientos emocionales y, a pesar de estas metamorfosis, todas ellas ligadas al inevitable discurrir del tiempo, el paisaje, envuelto en una luz y una atmósfera difusas, se nos impone estable, como una grandiosa permanencia. A su vez, las hileras de árboles y los caminos que cruzan los campos parecen aproximarnos los lejanos horizontes de colores, con sus amaneceres, sus crepúsculos y sus sueños. Es, por tanto, un paisaje imaginario, sentido, sublimado; es, en definitiva, una imagen arquetípica y, al mismo tiempo, una ensoñación poética, que muestra el paisaje como un espacio onírico del inconsciente y como un profundo anhelo.
Es precisamente aquí, en esta imagen arquetípica, donde radica la esencia del paisaje y de su sentimiento, una fenomenología de la relación del hombre con su entorno, que va más allá de su relación con la naturaleza, pues alcanza a lo social y la nueva percepción del mundo. Por ello, los paisajes con los que Pere de Ribot inicia su nueva etapa, son como el despertar de un sueño y entrañan una mirada al mundo con cierta inquietud. Las pinturas actuales ya no reflejan aquella mirada plácida sobre el mundo, que traducía sentimientos de belleza y de plenitud, sino que reflejan la tensión, el conflicto, la nostalgia… y, siguen siendo, tal vez más que nunca, un anhelo.
El punto de inflexión entre las dos etapas -y la primera pintura de la serie- es un interior arquitectónico, que sugiere un ambiente de hospital, un escenario de dolor, ineludible en un mundo convulso como el de hoy. A partir de ahí, reaparece el género predilecto de Pere de Ribot, el paisaje -natural o con referencias arquitectónicas. Pero ahora habitado por niños. Sin embargo, no son escenarios de crueldad, sino de esperanza. Los niños parecen personajes de un cuento del que no son los protagonistas porque su mundo esta en otra parte. Juegan y corren por espacios que no responden a ningún lugar geográfico, sino más bien el vacío de un no-lugar, porque son espacios anónimos, fantásticos, de una soledad hasta la ruina fantasmal, pero los niños, ajenos a esa realidad, viven su propio mundo de sueños, su propia aventura, despertando en los adultos un profundo sentimiento de idealización de la infancia.
Aquellos diáfanos caminos de los anteriores paisajes de Pere de Ribot se han desvanecido; ahora los paisajes son más sombríos, menos expansivos, con una atmósfera más densa y menos sosegada; los niños corren entre la nieve, entre las ruinas o por intrincados caminos de bosque por los que puede llegar a perderse, como en los existenciales holzwege de Heidegger. Estos paisajes permitirían el deslizamiento entre lo bello y lo siniestro si no fuera porque en ellos se respira una ambigüedad y una fantasía fuera de la realidad. Y esto nos lleva a Freíd, porque para él, lo siniestro sólo se da cuando se desvanecen los límites entre la fantasía y realidad, cuando lo fantástico se vuelve real, y lo que en la vida real sería siniestro no lo es en arte porque es el ámbito de lo imaginario donde la fantasía no tiene límites.
Es como si los niños de Pere de Ribot nos llevaran de la mano -ellos a nosotros- por un paseo existencial, que iría desde el retorno a la infancia, deseado con verdadero desasosiego por los filósofos del Romanticismo alemán, hasta el descubrimiento de nuestro niño interior, propuesto por Jung. Por ello, el mundo en el que se mueven estos niños no es aquel espacio sublime y paradisíaco anhelado por Hölderin, aquel estado natural ideal de influencia rousseauniana, a través del cual expresaba una dolorosa añoranza cósmica por la infancia, la Naturaleza y el infinito; es un mundo que muestra la inquietud de la mirada del adulto, que también ve en la infancia el encanto de su inocencia y, por tanto, una época privilegiada y una forma de libertad. Sin embargo, esa idealización de la infancia puede ser también un camino para reencontrarse y hacer vivir el niño interior que, según Jung, todos llevamos dentro.
En la pintura de Pere de Ribot hay un perceptible contraste entre la figura y el paisaje de fondo; las imágenes se mezclan con un cierto informalismo espacialista de texturas más visuales que matéricas con las que llega a evocar una atmósfera espacial por su sugerente apariencia formal. De este modo, lo estructural convive con lo gestual y abstracto, y las líneas controladas, con la mancha cromática y el chorreo, del mismo modo como en la vida conviven, para Nietzche, los principios del apolíneo y lo dionidíaco: serenidad, orden y racionalismo frente a lo impulsivo, lo desbordante y lo vital, principios que acabaron con la idea platónica de un mundo ideal y ordenado. Un mundo que, aunque desordenado, Pere de Ribot intenta presentarlo, como Rike -uno de sus poetas preferidos- bajo una mirada amorosa.
Marga Perera