La celebración de la mirada (2021)
El horizonte materializa en el paisaje la frustración de la mirada para ver más allá de donde alcanza la contemplación del ojo humano. No sólo organiza la división entre cielo y tierra, sino que dibuja la línea que define y visibiliza un límite; el límite de la mirada humana. En la pintura de paisaje, la representación del horizonte implica el olvido del resto de los límites artificiales que supone la superficie plástica: los límites de la tela o del soporte de la imagen pictórica.
Pere de Ribot no es un pintor paisajista, al menos en el sentido clásico del término, si bien explora ampliamente el paisaje como tema principal de la mayor parte de su obra. Pero, para ello, no se planta con el caballete ante un campo ni lleva apuntes gráficos o fotografías para representar un fragmento concreto del mundo. El suyo es un trabajo de exploración interior, en el que el paisaje no se encuentra más allá de la ventana sino dentro de los recuerdos y el bagaje de toda una vida. Con unas raíces de formación principalmente abstracta e informalista, Pere de Ribot encuentra el paisaje más tarde, cuando se da cuenta de que la realidad tiene cabida en su obra y algo le pide encontrar la manera de hacerla presente; muy especialmente, esta realidad que más le entusiasma: el entorno, el espacio que da lugar a la vida humana y al mismo tiempo ésta participa en configurar. Gracias a ello podemos contemplar en su trabajo estos paisajes de gran formato que recuerdan, siempre de manera inconcreta, a la llanura del Empordà y en su plácida amplitud. El horizonte es protagonista, vertebra el conjunto de cada cuadro y es a menudo una de las pocas líneas que aparecen claramente definidas. El resto de formas son difusas, extrañamente eclipsadas por el color y la luz, así como por la propia sensualidad de las texturas que se superponen y juegan a bordar con artificio plástico un tejido de sensaciones propias del mundo conocido. Los límites de la tela aparecen a menudo tras la pintura no como un marco, sino como un testimonio del artificio estético.
En una pieza de formato cuadrangular, un grupo de árboles, sugeridos con manchas y líneas de varios tamaños, sobresale de la tierra roja y azulada sobre un cielo rosado que se descompone en fragmentos como un vidrio roto; las correspondientes superficies son justamente el ámbito donde la libertad creadora se desata en gestos del pintor, en goteos o en manchas conseguidas aplicando disolventes u otras técnicas de distorsión sobre la pintura al óleo. La obra es inequívocamente un paisaje, pero en el que no es la realidad la que aparece transfigurada a través de la pintura sino que ésta se destila de la forma. Es en la materia misma donde se reencuentra cierta evocación del mundo natural, casi de manera onírica, como la imagen latente que persiste en la memoria al cerrar los ojos. Los colores, desnaturalizados pero decididamente sensuales, son también una expresión de esta libertad del pintor a la hora de abordar la pieza, la tiñen los impulsos emotivos que despierta el entorno al que vuelve el artista constantemente, así como de las emociones que también transforman el entorno.
La suya es una mirada que celebra el paisaje como un descubrimiento constante; la repetición del tema le permite profundizar, acceder cada vez con más conocimiento, como quien pela una fruta capa a capa para llegar a la semilla, a la esencia. Con cada pieza, depura más el paisaje pero también extrae un fruto nuevo, un nuevo artefacto plástico que es, en esencia, talismán de la mirada cariñosa y alegre hacia la naturaleza que todo lo crea y, al mismo tiempo, objeto estético cargado de vida y características propias. Cada cuadro es, pues, un paso más adentro en vez de más adelante.
Sin embargo, el tema también puede evolucionar según las necesidades del artista. En su búsqueda de libertad a la hora de experimentar con la paleta de colores, la forma y las texturas, últimamente Pere de Ribot ha ido encontrando una forma de paisaje que es terreno abonado a la fantasía pictórica: el paisaje submarino. De alguna manera, el fondo marino le sirve para un cierto retorno a la abstracción o, más bien, para hacer converger su mirada fascinada hacia la realidad con su impulso artístico en el que la libertad formal tome aún más fuerza. Las veladuras, ya presentes en los paisajes de superficie, se hacen mucho más osadas y los planos de profundidad se confunden y se vuelven difusos. Las rocas, vegetación subacuática y los peces conviven con el agua, que no es sino la gran aliada del artista como distorsionador del mundo figurativo. En algunos casos podemos encontrar un sustituto formal del horizonte y, en el resto, éste ha quedado mucho más arriba; el mundo que cabe en el cuadro se ha ampliado gracias a su indefinición. La luz contribuye también a ampliar estos mundos, ya que el pintor la utiliza para sugerir contrastes y progresiones en la profundidad. En algunas de las piezas más rabiosamente recientes, sin embargo, la profundidad se limita para hacer gala de un minimalismo tanto formal como cromático, llegando casi a la abstracción total a partir de la plasmación del agua y sus reflejos.
Con todo, los paisajes subacuáticos no varían en esencia respecto de la actitud de los anteriores. De Ribot los encuentra siempre una vez ha comenzado a trabajar la tela como si se tratara de una pintura abstracta, donde después empieza a hacer aparecer intuitivamente el rastro de la realidad. El proceso es a la inversa del paisaje clásico: en vez de observarlo y dibujarlo para ir rellenando con color, es desde el color que se recupera una vista imaginaria. El espacio mostrado no existe, nace con la obra a la manera de un rumor de fondo que va reivindicando su presencia. El origen, quizás es el resultado de la sedimentación de la experiencia de contemplación por parte del pintor; la convivencia cotidiana con el entorno, que aquí se encuentra reducido a su esencia. Tanto, que no sólo es la esencia de un lugar, sino que más bien tiende a capturar lo que hay de universal en el paisaje como entorno contemplado para quien la habita. Sin embargo, lo hace generalmente con una explosión de elementos; de árboles, rocas, nubes, peces, coral, pero también matices cromáticos y espesores de pintura, gestos rítmicos aplicados sobre los pigmentos, gradaciones de luz. Y es que para recoger lo esencial no recurre al minimalismo sino al placer de la abundancia, transportando sobre la tela la gratitud ante lo que llena de alegría el artista respecto al mundo contemplado: el estallido de vida y de detalles, el mayor despliegue de objetos, formas, colores y luz. Parece constatar, en cada tela, la imposibilidad de hacer aparecer toda la riqueza presente fuera. Tal como es limitada la mirada, lo es la representación. Pere de Ribot rompe la frustración escópica mediante la evocación de esta inmensidad, su belleza y exuberancia, liberando la obra de límites. Sólo así, la obra es capaz no de describir el paisaje sino de invocarlo, de compartir con quien lo observa la joya de su contemplación.
Alexandre Roa Casellas.
Crítico de arte