Pere de Ribot en Giverny (2023)
Todo es blanco. Las paredes, el suelo, el techo. La atmósfera es la propia de una sala de museo. Un aire aséptico que solo el arte que cuelga de las paredes suaviza. La sala es en el museo de la Orangerie. La ciudad es París. Los cuadros que nos miran son los nymphéas de Monet, el pintor impresionista. Monet los pintó al final de su vida, cuando el impresionismo ya no estaba en la vanguardia artística. El viejo pintor era él mismo un resquicio de otra época. El sigo XX entraba con suma violencia. Con una guerra mundial, inestabilidad social, disrupción tecnológica y varias contiendas bélicas que amplificarían ese primer conflicto internacional.
El reposo es propio de la vejez. El tiempo se vive más lento, las inquietudes de la juventud parecen lejanas. La mirada se vuelve cada vez más contemplativa y en ciertos temperamentos de mayor sensibilidad, emerge una genuina fascinación por el mundo que nos rodea. Estamos lejos de la época de la subversión y del manifiesto artístico. Todo parece especial: cada flor, cada árbol, cada río, cada montaña, cada nueva estación. El paisaje se vuelve un objeto que envuelve y contiene los grandes misterios de la existencia. Un deleite sin fin. Frente al ruido del mundo, Monet se encerró en su apacible morada de Giverny, lejos de París, en una casa rodeada de estanques, flores, nenúfares, y con una vegetación frondosa, viva, llena de zozobra. Un remanso de paz domesticada. En esa casa surgieron los fa mosos nenúfares y las pinturas que hoy cuelgan en los muros de la Orangerie y del museo Marmottan. Unos lienzos de gran formato, inmersivos y armónicos, con cierta influencia japonesa.
Monet decidió que esas últimas creaciones no le pertenecían a él, sino que pertenecían a toda la humanidad. Y en los tiempos de guerra y violencia que asomaban, Monet decidió regalar sus obras a sus contemporáneos y a la posteridad. Quiso que la quietud que se respira en sus cuadros y en su jardín de Giverny pudiera modificar o traer paz a la humanidad entera, sofocando las malas pasiones y la pulsión de muerte que se respiraba en todas partes en 1918.
Cabe decir que ese gesto no fue apreciado, Monet era parte de un pasado muerto y enterrado, juzgado "ringard", pasado de moda, que desentonaba en el mundo de los automóviles y de la electricidad. Nada más inofensivo que un paisaje frente a los iconos futuristas de la velocidad y el auge de las máquinas. El caso que se le hizo fue mínimo y el gesto quedó ensordecido por las sucesivas crisis de la geopolítica internacional. Y, sin embargo, aquí están estos cuadros magníficos, “la capilla sixtina del impresionismo”, en palabras de André Masson, que nos legó el pintor y que supuran belleza por los cuatro costados. Sacré Monet!
En la teología cristiana se dice que una de las vías de acceso hacia Dios es la via pulchritudinis. Es decir, que el camino de admiración y contemplación de lo bello es lo que nos lleva a Dios y aquello que prueba su existencia. Es por esa razón que temas como el paisaje sin figuras o el bodegón han tenido durante gran parte de la Historia una connotación religiosa, metafísica. El tema de esas pinturas no es tanto aquello que se representa como el misterio de lo que no soy capaz de ver ni de representar en el cuadro. Ese misterio es y ha sido una forma de hablar de Dios. A través de su ausencia se convierte en huella derridiana, divina. De una manera similar se expresa Chesterton cuando dice que “las artes existen para despertar y mantener vivo el sentido de lo maravilloso del hombre”. La belleza es esa huella de algo superior, lo que puede incluso inducirnos a estados nostálgicos y melancólicos.
El paisaje es un género íntimamente relacionado con el misterio divino. El academicismo siempre ha mostrado su preferencia por la argucia técnica, por el manierismo y por los temas humanos: el retrato, la pintura histórica. Una serie de géneros que ocupa- ban el puesto más alto del arte pictórico. No es ca- sualidad que el paisaje, la exclusión de la figura hu- mana, la contemplación de la naturaleza, fuera visto como algo menos digno o espectacular, a causa de su sencillez, obviedad o su falta de ambición. Pero es justamente esa sencillez, esa despreocupación por lo humano y su candidez, la ausencia del Yo en la pintura, lo que hace que sea un género lleno de pureza.
Pere de Ribot es un paisajista y un hombre sensible. También es un buscador de belleza y una persona consciente de que ésta es un medio de contacto y de participación para la creación del mundo. El hombre es la única criatura que está llamada no solamente a habitar el mundo, sino también regocijarse en él, a hacerlo mejor. Por ejemplo, dando cuenta de la sublimidad de la existencia a través de la creación estética. Utilizando ésta última como una cristalización del sentido de su vida.
Decía Zola, gran amigo de Monet, en su famosa definición, que el impresionismo era la realidad vista a través de un temperamento. Entrar en la pintura de Pere es entrar en un paisaje y entrar en un mundo (dijo Napoleón de la famosa obra de Jacques Louis David: "ce tableau, on y peut presque marcher dedans"). Entrar en una sensibilidad.
Su pintura tiene tanto de local como de universal, casi un diagrama de paisaje que el espectador actualiza y hace suyo, proyectando los espacios que conoce y ha vivido. Largas y vastas estepas, mares y cielos, suelos de coral, horizontes que se alejan, formas que se contonean sin llegar nunca a concretarse. Imaginario onírico, hedonismo mediterráneo o sensualidad tropical. Es el color, el paisaje lo que da forma y se expresa en los cuadros que Pere pinta. Y él nos da el trazo, la gestualidad, el vector de fuerza que vehicula y ordena sus pinturas. Nos da una composición, unas guidelines que nos ayudan a mirar con él.
Todo artista no da por terminada una obra hasta que ésta respira finalmente en equilibrio y armonía. Hasta que todas las fuerzas que habitaban el lienzo en blanco han sido captadas y representadas, con sus líneas de intensidad y emocionalidad bien ajustadas y dispuestas. El resultado de esa danza, o de esa lucha que es la creación artística es el cuadro. Creación que en el caso de Pere de Ribot también es oración, diálogo, con una entidad transcendente, con un Dios ordenador que nos ofrece lo que vemos para que lo gocemos. Ese es el placer de la pintura, de la vida contemplativa o de la oración: entrar en sintonía con el silencio espeso propio del diálogo con la divinidad. Es un ajuste de cuentas con la vida en el que la balanza se decanta siempre hacia la alabanza. El artista es ese brochazo final, delicado y simple, que admite ser él también paisaje: espectador, gozador en última instancia de la maravilla más grande de todas: la belleza de la creación.
Como bien intuyó Monet, el paisaje es uno de los regalos más puros que se le puede hacer a la humanidad, pues como sabían bien los antiguos latinos, el hombre solo puede ser feliz en la medida en que se rodee de la naturaleza. Pues para ella fue creado. El pintor recoge sus pinceles en la soledad de su estudio, se dispone a lavarlos y pone en orden los materiales tras una sesión de creación. La comunicación se ha cortado pero permanece en él un remanso de paz, una consciencia de haber estado cerca de algo grande, de algo bello y de algo importante. En silencio recoge sus cosas, se limpia las manos, mira a su alrededor, apaga las luces, sale a fuera. El olor de disolvente es intenso pero ya ni siquiera lo nota. Tiene una mancha azul en sus pantalones blancos. El día está a punto de terminar, la luz se va haciendo cada vez más frágil. Sale al jardín y se encuentra en medio del campo, feliz, acariciado por una suave brisa del Empordá. Hay unos campos de amapolas en flor que parecen un dripping de rojo encima del verde de las plantas. Dios es sobre todo un gran artista. La idea le hace gracia. Una pareja de patos se ha instalado cerca de la piscina y no se mueven de allí en todo el día. Qué bien se está aquí, se dice acordándose de la cita del evangelio. Y da una calada a su cigarrillo electrónico, con una sonrisa complacida en los labios. Todo vuelve a estar en equilibrio.
Àlex Reig.
Escritor