Transición a un nuevo inicio (2017)
Pere de Ribot ha encontrado un nuevo camino, y lo ha hecho lejos de sus paisajes suspendidos en el tiempo.
Llevaba dos años buscando y rebuscando más allá de su zona de confort, preguntándose por los motivos de esa inquietud interior, tratando de entender las fuerzas que le animaban a cambiar.
Hay artistas que siempre pintan lo mismo. Grandes artistas de la perfección repetida, maestros de matices y detalles, que no se cansan de la rutina y que encuentran, precisamente en ella, su principal razón de ser. El tiempo repetido, una letanía interior, una contemplación infinita de lo que siempre está ahí.
Pere de Ribot no se cansa de sus paisajes. Durante años ha encontrado en ellos el equilibrio y descubierto el sentido de la vida mínima. La fuerza de su pintura radicaba en esta habilidad para detener el tiempo. Sus campos y horizontes, los cielos cargados de nubes y luz, los árboles que se deshacían en la lluvia, formaban un orden casi perfecto, un edén envuelto, amortajado, en una pátina de melancolía y espiritualidad líquida.
En el 2008, con motivo de la exposición Horizonte Interior, escribí que “el paisaje es pasado para Pere de Ribot, y más en su pintura, capaz de viajar muy atrás, tan atrás que llega al punto de partida, a ese principio en el que el mundo sólo fue paisaje, regalo para el hombre por hacer”.
Los paisajes no mienten. No lo hacen, especialmente, los de Pere de Ribot, a quien hay que colocar entre los grandes paisajistas catalanes. Rigalt, Martí Alsina, Urgell, Vayreda, Mir, Rosiñol, Matilla, Meifrèn, Sunyer, Raurich, Nonell, Anglada Camarasa y tantos otros anteceden a Pere de Ribot en el reto de descifrar la verdad sobre nosotros mismos y nuestro entorno.
El artista que se coloca frente a la naturaleza sabe que detrás de las montañas y los horizontes, de los mares y los cielos, hay una realidad mucho más profunda, rica en valores, deudora del poder de la creación y la consiguiente pequeñez del hombre.
Así lo ve Pere de Ribot, situado en un punto de vista elevado, ante unos paisajes suaves y amables, que nos ofrece con la voluntad de que sean espejos de nuestra identidad y marco también de nuestros anhelos.
Esta aspiración sigue motivando a nuestro artista que, sin embargo, ha cambiado el punto de vista. Si antes veíamos la naturaleza desde una ventana, una ventana poética, inspirada tantas veces por Rainer Maria Rilke, poeta de cabecera de nuestro pintor, hoy nos sumergimos en paisajes marinos. Este cambio de óptica es físico pero también vital.
Si Pere de Ribot abandona la realidad de siempre y la sustituye por un nuevo paisaje marino es porque ha encontrado un nuevo sentido a la vida. El mundo submarino que colma sus lienzos hay que entenderlo como metáfora de esta introspección artística y espiritual.
Hace años que De Ribot tiene una relación estrecha con el Caribe, especialmente con la República Dominicana. Expone en la galería Arte Berri de Santo Domingo y pasa largas temporadas en Juan Dolio, en la Casa Club Hemingway, que hoy es punto de partida de su nueva creatividad.
Lo que empezó como una huída, la necesidad de aislarse para entender y asimilar una nueva inquietud vital, ha acabado por convertirse en la base esencial de una identidad artística renovada.
A lo largo de su carrera, Pere de Ribot ha viajado mucho y por muchos países. Francia, Italia, Rusia, Marruecos y Alemania, por ejemplo, han sido destinos que han enriquecido su mirada.
Esta vez, sin embargo, además de un viaje físico, sin duda el más influyente de los que ha emprendido hasta ahora, lo que realmente interesa a De Ribot es el viaje interior. La apuesta que realizó al abandonar sus estudios en el Alt Empordà y Barcelona fue difícil. El resultado era muy incierto. No había ninguna garantía de que llegara a ver una nueva luz.
Sin esperar nada concreto, De Ribot empezó pintar para sí mismo, a perder el tiempo y dejarse llevar por el entorno. Poco a poco, los colores y los aromas caribeños, el calor de los dominicanos, la frescura de la vida en su plenitud, desbrozaron un nuevo camino. “Me entró por la piel”, reconoce. “Fue instintivo, no lo intelectualicé”.
Su estilo sigue siendo el mismo, entre la pintura figurativa y el informalismo, aunque la abstracción se abre paso con más fuerza. Pere de Ribot sigue pintando con el lienzo en el suelo o apoyado en la pared. Esponjas, trapos y espátulas acompañan, como siempre, a los pinceles. La gestualidad tampoco ha cambiado. Pere sigue pintando con sus camisas y pantalones blancos, pero el orden y la serenidad de entonces se han convertido en un caos, el caos de la génesis y la vitalidad.
Ya nada es lo mismo. Si los paisajes de la tierra representaban el mundo ordenado y sereno, los paisajes del mar representan el mundo por hacer, la vida en expansión. De contemplar la vida acabada, Pere de Ribot ha pasado a meterse en el agua, a sumergirse para ver y sentir, a bucear en una vida por hacer y a la que desea contribuir.
El horizonte sigue siendo un referente en algunos lienzos, pero poco a poco pierde protagonismo. Pere de Ribot se acostumbra a la armonía del agua. Ya no necesita salir tanto a la superficie para coger aire. Los horizontes, aún muy luminosos, se estrechan mientras se agrandan los fondos marinos, iluminados con su propia luz y cargados de colores intensos. Verdes, azules, naranjas y amarillos adquieren una nueva expresividad. La paleta se enriquece y surge una nueva narrativa. El color nos cuenta una nueva historia, la historia de la creación.
Aparecen los peces, frutos del mar, símbolo de la vida y de la abundancia, animales que Pere de Ribot nunca había pintado antes pero que ahora no duda en situar en primer plano. Si en los paisajes terrestres la vida animal sólo se intuía, ahora se destaca. Y no sólo los peces, sino también las medusas, los corales y las formas difuminadas, apenas insinuadas pero cargadas también del misterio de la vida.
Pere de Ribot siente un gran amor por la naturaleza, un amor etéreo, que nace en la tierra húmeda y se eleva hacia el cielo en una verticalidad suave, amortiguada y esponjosa. Sus paisajes terrestres están construidos con una arquitectura muy delicada y sensible. Los planos horizontales encuentran la armonía en la verticalidad de los cipreses, las copas de los olivos, las brumas que anuncian una realidad superior.
A este orden que flota y apela constantemente al misterio de la creación, De Ribot llega de la mano de su padre Juan María, persona de una humanidad incomparable y que, además, fue un notable arquitecto. Los que tuvimos la fortuna de conocerlo, de sentarnos y hablar con él, aprendimos a apreciar los detalles, a encontrar el equilibrio en las cosas ínfimas.
Pere de Ribot ha sabido mostrarnos estas ausencias, pintar los vacíos, los parajes donde el hombre reina sin estar. Si en los paisajes terrestres sobrevuela la épica y la soledad, en los marinos hay una abundancia de amor primigenio. Ambos son reflejo de una realidad superior, pero ahora estamos ante la alegría y la libertad, el estallido de la vida. El tiempo lento y detenido, la gravedad densa de entonces, se ha transformado en un tiempo festivo, infantil y veloz, sin pausa y apenas también sin perspectiva.
El hombre ausente ya no tiene el lujo de la distancia para ver el paisaje acabado. Pere de Ribot lo ha metido dentro del mar, lo arrastra al fondo y le muestra la abundancia, la riqueza de una existencia nueva y en apogeo.
El mundo sumergido de Pere de Ribot mantiene el misterio y la libertad onírica de su antiguo mundo elevando, pero ahora tiene un nuevo esplendor. Sólo podemos dar las gracias y dejarnos llevar.
Xavier Mas de Xaxàs