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ScapeLands: una ficción (2009)

 

La literatura creó mundos de ficción concatenando palabras. La música ordenó los sonidos de acuerdo a los dictados del oído humano. La pintura procuró la abstracción visual del mundo. La escultura interpretó la naturaleza tridimensional de las cosas. La arquitectura creó espacios completos que los seres humanos habitaron y emplearon para relacionarse. El teatro representó tragedias y comedias, eufemismo de tragedias todavía mayores.  
Entonces surgió el virtualismo, el arte que integró todos los demás en uno solo. El virtualismo apareció en tiempos inmemoriales, es difícil establecer la fecha precisa. A sus precursores se los llamó virtualistas y sus obras, que a la postre, y todavía hoy, conocemos como fractales, se prolongaron durante siglos y siglos.
En un principio, los fractales de los virtualistas se expusieron de modo independiente y aislado en unos espacios a tales efectos habilitados. El público los visitaba en los horarios oficiales. Pero era durante los domingos cuando las salas de exposición de fractales se abarrotaban y en el exterior se formaban hileras interminables. Pasar el día entre los fractales de los virtualistas constituía una experiencia única y completa en sí misma. Familias enteras acudían en tropel a las exposiciones. Los niños correteaban alrededor de las obras mientras sus padres, boquiabiertos, comentaban en voz baja este y aquel fractal. Tras franquear la puerta de salida de la gran exposición, los visitantes se detenían unos minutos a recuperar el aliento, a que sus ojos se acostumbrasen de nuevo a la luz del sol, us oídos a las frecuencias de la naturaleza, sus sentidos, en definitiva, al mundo verdadero que los albergaba.
Y así pasaron muchos años.
La demanda de fractales creció en sobremanera. Y, poco a poco, la obras salieron de las salas de exposición para ser expuestas como mobiliario urbano. Se expusieron en avenidas, parques y plazas hasta convertirse en un elemento más de las ciudades. Se precisaron ingenieros civiles, quienes diseñaron unos sutiles anclajes para unir cada fractal con el siguiente. Luego se contrataron a extranjeros, que trabajaron codo a codo con los aborígenes. Cada uno tenía su cometido. Los operarios encajaron los fractales con destreza, disimulando las juntas y los engarces, logrando que las obras de los virtualistas quedasen unidas sin solución de continuidad, mediante una secuencia temporal cadenciosa, de ínfimos lapsos, que escapaban a los sentidos. Resultaría vano, incluso poco creíble, describir los mecanismos que acoplaron todas estas creaciones. Lo llamaron el nuevo orden.
Fue de este modo cómo los virtualistas se convirtieron en los únicos artistas sobre la faz de la tierra. El resto fueron relegados al olvido. El arte sólo podía entenderse a partir del virtualismo, así que cualquier estertor de disciplina anterior no sólo carecía de interés, sino que no servía, pues sus productos no podían ser apreciados por los sentidos.
Ha transcurrido ya mucho tiempo desde la instauración del nuevo orden. Los archivos con los detalles constructivos y los precisos cálculos de los ingenieros se han perdido (si es que todavía se conservan). Los espacios de los virtualistas fueron, progresivamente, invadiendo el espacio natural del hombre. Era como una plaga, como una gran mancha de aceite que disolvía la realidad, al igual que un tinte azulado en un vaso de agua erradica la transparencia para siempre. El mundo fue engullido sin violencia, sin revoluciones ni opositores. Quien participaba del nuevo mundo no echaba en falta el anterior, tan perfecta era la nueva creación.
Los hombres ocuparon la obra unificada del virtualismo, donde gozaron sin necesidad alguna de crear, rodeados como estaban de un arte ilimitado y por vez primera en la historia fundido con el mundo, formando parte de él.
Fue recientemente, hablamos de unos cuantos miles de años, que de nuevo los hombres sintieron la necesidad de crear. Los fractales resultaban demasiado familiares, demasiado uniformes, demasiado perfectos. Es la versión oficial, pero la explicación es otra. La imposibilidad de desgajar los fractales resultaba insoportable. El hombre precisaba descomponer la realidad, retornar al origen de las cosas, recuperar la esencia del mundo, tal y como fue.
Cualquier intento fue vano.
El nuevo orden era un camino sin retorno.
Llegó entonces la hoy llamada revolución silenciosa, que nació, una vez más, en la filosofía y las artes.
Los revolucionarios silenciosos descartaron la posibilidad de descomponer fractales, afirmaron que sólo sería posible interpretarlos a través de la mirada. Dijeron que importaba poco el fractal que escribiese el autor, moldease el escultor o dibujase el pintor. Así, los músicos de la revolución silenciosa compusieron sus obras a partir de melodías populares, los escultores moldearon sus originales esculturas a partir de atletas y capiteles romanos, los arquitectos levantaron edificios piramidales y los pintores dibujaron lo cotidiano. Era un camino de infinitas posibilidades.
Recientemente, algunos pensadores se han levantado contra ellos. Afirman que, con su arte, los artistas estén en realidad envolviendo por segunda, tercera o enésima vez, el mundo que nos circunda, creando, de esta manera, un nuevo paisaje que, sin darnos cuenta, saldrá de las obras para convertirse en el nuestro.
Lo llaman EscapeLands.

 

From Landscapes to Escapelands: the creative process

 

El pintor imagina el lugar. No ha estado ahí. Nunca. Pero podría haber estado. El paisaje existe en alguna parte. Y en ninguna. El horizonte se expande ante sí. Lo abarca todo. Desde el este hasta el oeste, hasta donde alcanza la vista. La curvatura del mundo se esconde tras la línea final.
Un punto de fuga en el centro, la escondida geometría del lienzo. Todo irradia desde ahí. Es un punto imaginario y real al mismo tiempo. Imposible de determinar, imposible de pintar, pero inevitable para el espectador que contemplará el lienzo. Parece que todo encaja. Todavía no hay nada, pero el cuadro es ya una realidad en la imaginación del artista.
Cierra los ojos y se deja invadir por la luz. Cegado por ella, abre los ojos. Toma el lienzo y lo deposita en el suelo. Lo pinta de blanco o de gris o de un color crema. No es color, ni siquiera fondo, sólo es relieve. Relieve que nadie verá. El paisaje es transparente, blanco, incluso absurdo.
Un primer color surca la tela. Un paño lo seca y lo expande. Los brazos del artista abarcan el horizonte, como si el pintor quisiera abrazar el mundo y aprehenderlo. Una música invade la atmósfera y las notas manchan el cuadro. La armonía no importa todavía, ni siquiera hay melodía. Se trata, únicamente, de un compás. La métrica donde vivirán los sentimientos, la matemática que albergará la expresión.
Después, un segundo color.
Y todavía un tercero.
Los espacios empiezan a definirse. Un fotógrafo lo llamaría profundidad de campo. Hay que desenfocarlo todo. O casi todo. Las líneas se disipan y desdibujan, y constituirán la libertad del espectador.
Nuevos colores en el cielo. Los mismos en la tierra. Reflejos de una misma luz, como si de graves y agudos se tratase. La melodía está ya presente. No puede oírse, pero se repite una y otra vez. Es un canon de voces, que se entrelazan y fusionan, una sucesión de tonalidades cromáticas. La abstracción es máxima. Un paisaje dodecafónico que no es paisaje. La mirada va mucho más allá.
Al pintor le invade un cierto sosiego. Lo esencial está logrado.
Vienen entonces las apoyaturas y trinos. Estalagmitas de aceite surcan el espacio, un Lacrimosa de Réquiem. Los llantos desgarran la tela, y enturbian la mirada para que se sustraiga a lo aparente.
Y por fin, lo aparentemente superfluo. El detalle sin cuya presencia el espectador permanecería desarmado y confuso. Cinco elementos, seis a lo sumo. Lo único objetivamente (el adverbio es aquí engañoso) reconocible. Desde ahí el ojo reconstruirá el resto. Y la imaginación del público conectará con la del pintor. Y verá aquel lugar que el pintor imaginó pero nunca pisó, el lugar imaginario que quiso mostrar, el que descompuso para que el espectador lo compusiera. Dialéctica hegeliana en forma de óleo. Tesis, antitesis y síntesis. A Gaudí le obsesionó la etimología del término originalidad. Originalidad proviene de origen. Pintor y espectador se encontrarán en ese origen. El encuentro es lo esencial. Todo lo demás sirve a tal propósito y es accesorio. Incluso el paisaje.

 

Fernando Trías de Bes