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Horizonte interior (2008)

 

Hay un permanente horizonte interior en la pintura de Pere de Ribot, un horizonte que actúa como un imán sobre el espectador. De Ribot no lo pinta, pero ahí está su poderosa presencia ausente: El hombre como protagonista de un paisaje solitario, inquietante, disfrazado de Arcadia. A Pere de Ribot, sin embargo, no le interesa expresar felicidades pastoriles. No tanto, al menos, como espiritualizar el pasado. El paisaje es pasado y más en su pintura, capaz de viajar muy atrás, tan atrás que llega al punto de partida, a ese principio en el que el mundo sólo fue paisaje, regalo para un hombre por hacer.

Gracias al punto de vista elevado, común en sus lienzos, podemos abarcar mucho terreno, campos de árboles que podrían ser encinas en la dehesa extremeña u olivos en los prados del Empordà, comarca donde el artista realiza buena parte de su trabajo.

Pere de Ribot nos eleva sobre el terreno porque desea ofrecernos una prospectiva. La tierra prometida se extiende ante nuestros ojos, modificada por el hombre pero todavía no estropeada por el abuso. Las posibilidades parecen infinitas. Sólo hay que bajar, ordenarlas y entrar en ellas antes de que se evaporen: Un trazo fino pero suficiente rodea la copa de un árbol, un hilo azul cobalto cose un horizonte, líneas blancas, paralelas y perpendiculares, cortan el acantilado negro de un mar salvaje.

Esta conquista, este empezar a caminar, se realiza, sin embargo, a costa de una profunda melancolía. La pugna por la vida arroja al individuo a una tristeza endémica. Los lienzos lloran, y la presencia ausente no es sólo la nuestra sino también la de nuestro yo superior, creador de un orden frente al que podemos claudicar en paz o rebelarnos sin espectativas de victoria. Que este orden nos parezca perfecto o imperfecto depende, únicamente, de nuestras ganas de creer.

Pere de Ribot, en este punto, deja la puerta abierta para que podamos transitarla en los dos sentidos. Podemos plegarnos a la supremacía natural de las cosas, así como a su indudable espiritualidad, o podemos, también, sin embargo, reivindicar la supremacía épica del hombre, del individuo que anhela la solitud absoluta, aquella de la que disfruta únicamente el primer creador.

Esta es, sin ir más lejos, la gran cuestión que ha preocupado siempre al hombre, la zozobra de ignorar, de no saber a ciencia cierta si existe una verdad más allá de él mismo.

Pere de Ribot pinta con el lienzo en el suelo, y está muy cómodo con telas de gran formato. La altura es esencial para su pintura gestual. El brazo dibuja amplios arcos, respondiendo a una coreografía interiorizada durante muchos años de creación con el mundo a sus pies.

Es así como llega a plasmar un orden natural, sólido, inmutable y, al mismo tiempo, justo a pesar de su obvia incomodidad. Las ruinas sobre las que se pasea el gato negro y los cipreses que de ellas brotan rectos hacia un cielo sucio ejemplifican el pugilato entre la vanidad del hombre, la fortaleza de su ambición y la fe en un Dios redentor.

Existe una realidad trascendental en los paisajes ribotianos y existe, asimismo, un gran ego, una voluntad de perfeccionar la perfección de Dios, de imponer nuestra experiencia sobre la belleza y la felicidad, de reinar sobre el milagro de la existencia.

Estos son los mitos de la antigüedad que preocupan a Pere de Ribot, igual que han preocupado, incluso atormentado, a tantos y tantos artistas antes que a él. Mark Rothko los llamaba “los símbolos eternos a los que debemos regresar para expresar las ideas psicológicas básicas. Son los símbolos de las motivaciones y los miedos primitivos del hombre, que han sido transformados sólo en los detalles pero nunca en la sustancia por los griegos, los aztecas, los islándicos o los egipcios. Y nuestra psicología moderna los encuentra persistiendo todavía en nuestros sueños, en nuestra cultura vernacular y en nuestro arte. A pesar de todos los cambios en las condiciones exteriores de la vida, los mitos nos sustentan pues son capaces de manifestarnos algo real y existente en nosotros mismos”.

Los mitos son nuestros aliados frente al miedo que surge cuando adivinamos que también nosotros somos dueños del destino. Temblamos frente al peligro de la calamidad, de la pérdida total, y para estos momentos de naufragio De Ribot pinta un sol pequeño pero intenso, tiñe la atmósfera de burdeos y hace fluir un río en un paisaje nevado. Estas señales de optimismo, vida y libertad, de felicidad, belleza y perfección, son las que nos enganchan al lienzo y nos animan a tentar las aguas del futuro exterior.

 

Xavier Mas de Xaxàs