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Pere de Ribot: El paisaje como horizonte y mundo de la vida  (1999)

 

“Lleno de méritos está el hombre, más no por ellos, por la poesía ha hecho de esta Tierra su morada” (Hölderlin, IV, 25)

Muy lejos queda ya aquel inmenso y admirable mundo de la arquitectura en el que Pere de Ribot había instalado sus reales haciéndole objeto de su inspiración, para proponernos un insólito universo arqueológico al que había que sustraer del olvido del tiempo. Era un momento en el que se trataba de dejar constancia de aquellas capas impersonales en las que el hombre quedaba desdibujado como las huellas de unos pies que pierden sus contornos en la orilla del mar. Lo mismo puede decirse de aquella preocupación por roturar espacios pictóricos con los que el pintor se abría incansablemente hacia lo estrictamente simbólico, o, incluso, a lo germinal o embrionario. Ahora, de forma sorprendente nos presenta una temática radicalmente diferente de sus preocupaciones anteriores, volviéndose a redescubrir el paisaje que ahora se ilumina con una nueva y rigurosa expresividad.
Pere de Ribot ha vuelto su mirada hacia la naturaleza misma para extraer de ella otros motivos de inspiración, lo que resulta incontestable al ver esta muestra de su trabajo. Pero, entonces, la pregunta que inevitablemente nos aparece es la de ¿cómo entender y justificar este viraje que insospechadamente se ha introducido? No hay duda de la diferencia que separa esta exposición de todas las anteriores, aunque también es preciso no dejarse engañar por las apariencias. Por supuesto, su especial estilo y forma de hacer, en cuanto invariante e ineludible a la que se somete la obra de todo pintor, sigue estando presente como una instancia que nos permite una atribución correcta. Pero no es esto lo único, ni lo principal. Hay en el fondo de todo, una motivación que se hace consciente cada vez con más fuerza, y que sigue perviviendo hasta llegar a sus últimas estribaciones. Y es esta, precisamente, la cuestión que intentamos desarrollar: poner de relieve su preocupación por la temporalidad, como ritornello que modulándose incesantemente le ha acompañado desde sus inicios.
En principio, estos cuadros que hoy podemos contemplar son una señal clara de que Pere de Ribot ha caído en la cuenta de que toda idealización y construcción teórica no se mantiene por sí misma, que toda idea surge de un caldo de cultivo que la cataliza y que, por ello mismo, al menos por una vez, es preciso tematizar ese horizonte previo, ese texto preobjetivo que es la patria de toda significatividad y racionalidad: el mundo de la vida. Había llegado al momento de volver a pensar, en definitiva, el paisaje que, sin embargo, ya no sigue funcionando como un puro aparecer accidental y fenoménico. El que ahora se nos ofrece a la contemplación no describe, en efecto, el colorido de un mundo en su esplendo; ni de ninguna de sus parcelas. Tampoco se define como estricta cuadrícula que pretendiera ofrecernos su mensurabilidad cuantificada. Más que un color o una geometría, más que una envoltura o un contorno, el mundo se intuye de pronto como horizonte, como margen irrebasable pero huidizo, dentro del cual todo lo natural y humando logra alcanzar su sentido. Es su base y fundamento lo que se muestra y no simplemente una apariencia fugaz, ya que con estas miradas al mundo, la agudaza del autor sabe dejar atrás el accidente, el detalle, lo efímero e insustancial para recalcar en contenidos cada vez más relevantes y esenciales, como son la ausencia y presencia del ser de un mundo que comienza a sospecharse como devenir y cambio.
Para lograr esta vivencia estética del mundo es preciso huir y abandonar la objetividad que depende del entendimiento constituyente y científico. Sólo así se relega y se pone entre parénesis, mediante una “epojé”, lo puramente material y natural, hasta situarnos en el suelo anónimo del mundo de la vida, origen de toda creencia y objetividad. Esta vuelta, idealista e existencial a la vez, implica un riguroso proceder reflexivo que se asume estéticamente por el pintor para restituirnos como hombre en el mundo, como seres que experimentan poéticamente su propio medio, y abocar una comunión mística con el gran secreto de lo real. Pere de Ribot ha logrado, pues, impregnarse de la idea fenomenológica de “mundo”, a la que pretende dar una impronta profunda y singularmente lírica, al hacer de la tierra la auténtica morada del hombre. Había que volver a percibir al campo de lo mundano natural, independientemente de cualquier coacción o premisa sistematizadora, y recalar en aquel suelo, genuina morada para el hombre. El intento era, pues el de volver a vivir el mundo como horizonte universal y atemático, donde más que captar y configurar ideas, vivimos las creencias aludiendo a una instancia ya dada con anterioridad y que solo puede aparecer en una evidencia antepredicativa, creadora y artística.
Esta forma de vivir el mundo nos está abriendo las puertas a una “indescriptible esencia”. Al contrario de lo que ocurre en la experiencia científica, cuando el ámbito de la naturaleza se afirma en su estricta textualidad poética, sin añadir nada que la oscurezca y confunda, y sin elevarla a los dominios de la abstracción, comienza a imponerse el sentimiento de que ella más que una cosa, es un incesante fluir en el que cada momento es duración, precede de un pasado en retención y apunta a un inesperado e imprevisible futuro. Así pues, el contenido del paisaje deja de ser la pura estampa que se aprecia de una perspectiva limitada, y pasa por ese río heraclíteo, estrictamente subjetivo pero real, que hasta ahora había resultado inaprensible (Vid. E. Husserl, Crisis, prg 44). Un horizonte universal en el que todas las vivencias tienen su origen y encuentran sus “télos”, y una distinta manera de percibir que se abre y se refiere al presente, pero “tiene tras de sí un pasado infinito y un futuro abierto” (O.c. prg.46).
Ahora bien, si es éste el resultado al que llegamos en un primer nivel hermenéutico, ello mismo nos pone en condiciones de seguir indagando, hasta replantear toda la cuestión en un nuevo estrato ontológico, al que nos vemos abocados por la propia dialéctica de la interpretación. Es la consideración de la esencia del paisaje mismo que cuando capta poéticamente el mundo, comprende que debajo de la apariencia material y sensible, todo apunta hacia el tiempo, con lo que se comienza a girar en torno a ese invento diabólico que nos arrastra eternamente. El mundo se instaura como sucesión libre e infinita de secuencias, sin que tengamos la oportunidad de asir ninguna de ellas. Si en etapas anteriores Pere de Ribot había presentido las virtualidades del tiempo histórico, y si, incluso también se había venido recreando en el valor del tiempo biológico, ahora se está aludiendo al mandato de la temporalidad como constitutivo formal inherente al ser del mundo. Estos paisajes son todos el fruto de un mismo requerimiento, el de seguir mostrando la eterna potencialidad, el infinito dominio del tiempo que posibilita y condiciona la movilidad e inestabilidad de un cosmos que nunca llega a cumplirse en su totalidad. Precisamente, estos retazos de naturaleza transfigurada dejan de ser reproducciones miméticas o clichés previos a los que deba someterse la intuición sensible para reclamar nuestra atención de forma distinta e inesperada. Cuando ellos se describen en los lienzos de Pere de Ribot, lo que encontramos es una extraña alusión a la propia inestabilidad del mundo. Es el inicio de un relato de viejas añoranzas que al revivir anuncian un futuro renovado:
    “Mi corazón espera
    también, hacia la luz, y hacia la vida
    otro milagro de la primavera” (A. Machado, XCV),
En última instancia, a pesar de sus últimas motivaciones concretas, cabe reconocer que Pere de Ribot sigue siendo consciente de que únicamente “donde haya un misterio para el hombre habrá poesía” (G.A. Becquer, Rima IV). Lo que ocurre es que, en su caso, el misterio que ahora se presiente y al que se alude es al de discurrir de la existencia que, con sus movimientos y cambios, nos permite vislumbrar un espacio en el que todo destila vida y voluntad libre, y cuyo horizonte es palabra que se autoafirma en su propio nacer. La pintura vuelve a ser “palabra en el tiempo”, resultado de una nueva sintaxis poética en la que cada perspectiva se articula tenazmente sin perderse entre los pliegues lóbregos de un rumor sordo.
Si el mundo es mundo por su propio horizonte temporal, dentro del cual emerge y cristaliza, y si la mundaneidad misma se define esencialmente como temporalidad, entonces puede traerse a presencia una nueva forma renovada reentender el paisaje. Este, como ocurre con Pere de Ribot, es la respuesta que se contrapone a aquella forma empobrecida de entender la naturaleza y la objetividad. Cuando el medio natural que nos rodea y que nos invada, pierde su óntica, deja de ser una mera cosa común estructurada de materia y forma. Cuando, además, se desconecta de la noción de objeto que, en rigor, siempre implica una manipulación teórica o práctica que convierte la realidad en instrumento, y se intenta patentizar la idea de que el mundo es obra y resultado de una obra, entonces es cuando podemos desprendernos de la coseidad del mundo para intuir sus virtualidades puras.
El mundo como paisaje es obra y su valor trasciende las particularidades para ascender a una perspectiva divina: Dios creó el mundo, pero el paisaje es capaz de crear al hombre. Es lo que Martin Heidegger ya argumentaba al reconocer que mientras la piedra es “sin mundo”, y que las propias bestias “carecen del mundo”, el hombre es el que puede darle su forma decisiva (Vid. Die Grundbegriffe der Metaphysik, p. 290), lo que realmente solo puede acontecer en su plenitud cuando uno y otro se erigen en palabra y habitan en el horizonte de la poesía. Pere de Ribot, por su parte, no ha hecho, a fin de cuentas, otra cosa que iniciar una nueva etapa de su singladura para volver a pensar la ineludible correspondencia e identidad que existe entre el tiempo y el ser del mundo, con la mira puesta en una finalidad muy precisa: que la naturaleza deje de ser definitivamente un conglomerado de inconsistentes perspectivas, para mostrarse en su dimensión mística. En el paisaje “La naturaleza es Dios mismo, o es la virtud divina que se manifiesta en las cosas mismas” (G. Bruno, Summa terminorum metaphysicorum, IV, 101).

 

José Luis Arce C.

Catedrático de Filosofía
Universidad de Barcelona